El pecado.

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Foto: *. [Dentro de nuestra sección «Sábados exclusivos«*]

           “-Padre, vengo a confesarme. En la ponencia preparatoria de la nueva Ley de ciudadanía corporativa[1] e incluyente no desdoblé adecuadamente y en la norma se han colado varios “trabajadores”, “usuarios” y “administrados”. Estoy desolado/a.

            -Lo comprendo hijo mío/hija mía. Es una desobediencia grave, en efecto. Ya sabes que nuestra fe se basa en que el masculino  para el género no marcado “invisibiliza” a las mujeres. En román paladino, las esconde [¡?]. Por tanto, cada vez que dices, por ejemplo,  “los letrados de la Administración de Justicia”,  colaboras con el diablo y debes expiar tu falta.

            -Pero padre/madre, observo que usted ha dicho diablo y no “persona diabla”.

            -Ya sabes que no me gusta que señales las faltas de las sacerdotisas/sacerdotes. Debes respeto a nuestros legisladores/as, que llenan los boletines oficiales de nuestra sagrada jerga, pero se olvidan de ella en los debates políticos y parlamentarios. En efecto, es terrible oir constantemente que debemos “apoyar a los ucranianos”, pero jamás se habla –adecuadamente- de “los ucranianos y las ucranianas”.  Y lo mismo ocurre con “los progresistas”,“los conservadores”,“los fascistas”…Pidamos a las unidades de lenguaje inclusivo que desplieguen su gracia carismática y corrijan a los fieles y a las fielas (ummm, suena mal, pero sigo) con sus santísimos informes.

            -Excúseme padre/madre, progenitor en sentido espiritual/progenitora en sentido espiritual, pero no me ha aclarado lo del diablo/diabla.

            -Lo solucionaremos de momento con “persona diabla”, porque lo de “el diablado” (igual que decimos “el alumnado” o “el profesorado”) merece una reflexión más pausada…”

            Este diálogo inventado quizás haga sonreir, pero ilustra una grave consideración. Si se carga al masculino para el género neutro con el pecado de la “invisibilización” del cincuenta por ciento de la población y con el peso de la colaboración con un orden injusto, cada vez que se utiliza –y esto es lo habitual en la vida cotidiana- se comete una falta, un atentado a reglas morales elementales de promoción de la igualdad y de la no discriminación. Es una estupidez, pero es lo que ocurre cuando se sacan las cosas de quicio.

            Si quieren, no obstante, profundizar en el dogma, les dejo con mi admirado Soto Ivars, que tendría una penitencia preparada para nuestro hipotético pecador: no hablar.*

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[1] Aunque ya derogada, la Comunidad Autónoma de Valencia promulgó  en el año 2009 la Ley 11/2009, de 20 de noviembre, de ciudadanía corporativa, un bodrio lingüístico y conceptual  construido alrededor de la interferencia de la expresión inglesa “Corporate citizenship”. El legislador se arrepentiría luego y promulgaría la Ley 18/2018, de 13 de julio, para el fomento de la responsabilidad social, una norma con varios clichés de “lenguaje inclusivo”, pero perpetrados en sana convivencia con “consumidores”, “destinatarios”, etc.

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