Hay, en primer lugar, una Historia del Poder: en el rostro supremo acuñado en la moneda, en la commemoratio labrada en la piedra, en el hito que proclama la victoria militar…Las aisladas señas de la memoria que iban los imperios salpicando por las tierras se hicieron, lógicamente, mucho más sistemáticas con la irrupción y perfeccionamiento del Estado. Cuentan las crónicas que se ha alcanzado ya un nivel realmente totalitario, decidiendo el Poder qué debe ser olvidado o mantenido, reorganizando día a día el pasado desde los planes educativos (cada vez más arbitrarios) y desde los programas para el premio y la subvención.
Es verdad que, desde Herodoto, Occidente fue acercándose al ideal de una historia objetiva. Jamás logró ser una ciencia, ciertamente, pero, al menos, se fue alejando de la pseudociencia y de la narración interesada. Todos hemos conocido a algún sabio sensible y erudito, a algún hombre honesto desentrañando un archivo. Esperemos que resistan.
Finalmente, algún lugar ha de darse a los recuerdos de cada uno que funcionan también como alimento colectivo. Me pasó hace unos días, cuando leí el nombre: “Gervilla”. Me acuerdo perfectamente. Era el apellido de un héroe, que dio su vida (y esto es textual) por todos los que, en los años de plomo, nos movíamos por una Barcelona que era objetivo habitual de ETA. Gracias al escrito que ahora transcribiré, supe que detrás de aquel héroe había –como mínimo- dos más (un padre y una madre). También David Gervilla, claro, que ha tenido el acierto de publicar esta reseña en Linkedin. Le pedí permiso para añadirla aquí, ya que la vida de Rosendo, su padre, era un puntal para la historia de todos y, además, con este humilde gesto podía agradecer, aunque fuera mínimamente, la contribución de este puñado de héroes a nuestra vida en común.
«Rosendo es un ejemplo de libro de cómo las dos Españas -tanto la casposa y fascista, como la moderna y pseudo-democrática; oligárquicas las dos hasta la náusea- han intentado igualmente helar el corazón a algunos afortunados. Y de cómo la resiliencia humana es casi infinita.
De entrada, digamos que el nacer en una familia rural, anónima y paupérrima, en agosto de 1936, en las Alpujarras granadinas, limitaba ya algo sus opciones de futuro. Por quitarle, le traspapelaron sin solución hasta su apellido paterno, que mira que ya es quitar.
Tras una infancia en Bérchules ayudando a su padre en el pastoreo y sin haber pasado más de unos pocos meses en la escuela, toma solo con doce años un tren a Barcelona para huir del hambre y la miseria. Un tercio de sus hermanos y hermanas no llegarán a la adolescencia y él apenas volverá a ver a su madre. Allí, en escuelas nocturnas acabará una formación básica.
A principios de los sesenta, recién casado, emigra solo a Alemania donde trabajando como soldador a destajo perderá la visión de un ojo. Su esposa le acompañará años después y en Nuremberg nacerá su hijo Miguel, al que llevarán a la guardería en un cochecito repleto de bolsas de agua caliente entre temperaturas bajo cero. En 1968, decidirán volver a Barcelona, a pesar de la insistencia en contra de sus jefes, compañeros y amigos alemanes.
En los ochenta, el desgaste de años de esfuerzos físicos desmesurados le provocará una grave hernia discal y tendrá que jubilarse anticipadamente. El año 2000, el terrorismo caviar etarra asesinará a su primogénito. Su esposa nunca llegará a superar esa tragedia y morirá poco después. Durante la crisis de 2008 y con el beneplácito vergonzoso del Congreso de los Diputados, perderá gran parte de sus ahorros en la estafa de las preferentes.
Y a pesar de todo, Rosendo ha seguido derrochando alegría, humildad, empatía, inteligencia, generosidad, con todos los que le han rodeado.
Qué privilegio poder estar a tu lado ahora, frente a pandemias y carcinomas, luchando aún valientemente para no marchar sin resistencia hacia esa noche eterna. Tu resiliencia me seguirá inspirando hasta el último de mis días.
Gracias por tanto. Te quiero, Papa. Siempre.»
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