El prestigioso abogado A. Benítez de Ostos llamaba la atención hace unos días en Economist&Iuris sobre la interesante sentencia del Tribunal Supremo de 17 de febrero del 2022 (Res. 202/2022; Pon. DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ). En ella, el Tribunal se pronunciaba sobre la naturaleza y valor de los informes y dictámenes de funcionarios y expertos al servicio de la Administración. Aunque alguna afirmación corre íntimamente ligada al supuesto –relativo a concretos mecanismos de protección del patrimonio histórico-artístico- convendrá retener lo siguiente.
1.-No todos los informes de origen funcionarial que son elaborados por “auténticos técnicos” (en función de su formación, categoría y posición), pueden ser considerados como prueba pericial. El Tribunal considera que ello ocurre “destacadamente cuando las partes no tienen ocasión de pedir explicaciones o aclaraciones” (remitiéndose al respecto a la Ley de Enjuiciamiento Civil y a la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa).
¿Qué ocurre, pues, con esos informes que tan habituales son en la práctica administrativa? Para el Tribunal, deben ser considerados documentos administrativos “y como tales habrán de ser valorados”. En el marco del procedimiento administrativo (por tanto, no me refiero aún a la fase contenciosa) ha de tenerse en cuenta al respecto el art. 77.5 de la Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas:
“Los documentos formalizados por los funcionarios a los que se reconoce condición de autoridad y en los que, observándose los requisitos legales correspondientes se recojan los hechos constatados por aquéllos harán prueba de éstos salvo que se acredite lo contrario.”
Es verdad, no obstante, que este precepto está más bien pensando en la percepción de hechos que en la exposición de una pericia, pero conviene tenerlo en cuenta ante la remisión del Tribunal a la categoría de la prueba documental.
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2.-Si no existe la objeción indicada en el epígrafe anterior, es cierto que los informes y dictámenes elaborados por expertos de la Administración serán “subsumibles dentro del medio de prueba oficialmente denominado “dictamen de peritos” en tanto en cuanto reúnan las características que al mismo atribuye el art. 335 de la Ley de Enjuiciamiento Civil: que “sean necesarios conocimientos científicos, artísticos, técnicos o prácticos para valorar hechos o circunstancias relevantes en el asunto o adquirir certeza sobre ellos” y que las personas llamadas como peritos posean los conocimientos correspondientes”. Y añade que, “en pocas palabras, se trata de que la acreditación de un hecho requiera de conocimientos especializados”.
El Tribunal admite que una parte relevante de los empleados públicos desempeñan precisamente funciones de naturaleza técnica o científica. Veamos ahora la valoración de estos dictámenes.
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3.-La sentencia recuerda los principios tradicionales de libre valoración de la prueba o valoración en conciencia. Precisa que “la valoración de la prueba pericial según las reglas de la sana crítica es, así, una valoración libre debidamente motivada; algo que, como es obvio, exige realizar un análisis racional de todos los elementos del dictamen pericial, sopesando sus pros y su contras”. Para realizar esa valoración, propone lo que podríamos llamar un doble método.
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4.-El primer método es de carácter objetivo y se concreta en un “análisis comparativo de los argumentos desarrollados en los distintos informes y dictámenes recogidos en las actuaciones”. El Tribunal ha de sopesar “la mayor o menor solidez de cada uno de los dictámenes periciales, teniendo en cuenta sus fuentes, su desarrollo expositivo, e incluso el prestigio profesional de su autor” [por eso hay que recordar constantemente a los jóvenes estudiantes –en contra de la ya evidente degradación pedagógica- la importancia de escribir con claridad y precisión].
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5.-El segundo método podríamos calificarlo de “determinación de posiciones subjetivas”. En el terreno de la prueba pericial, afirma el Tribunal que “no es lo mismo un funcionario inserto en la estructura jerárquica de la Administración activa que alguien que –aun habiendo sido designado para el cargo por una autoridad administrativa- trabaja en entidades u organismos dotados de cierta autonomía con respecto a la Administración activa”.
Es más, se considera que le sería aplicable al funcionario la tacha de peritos no designados judicialmente que se refiere a “estar o haber estado en situación de dependencia o de comunidad o contraposición de intereses con alguna de las partes o con sus abogados o procuradores”. Este método que he bautizado libérrimamente como “determinación de posiciones subjetivas” llega a implicar, según el Tribunal, que “el funcionario inserto en la estructura jerárquica de la Administración activa está manifiestamente en una situación de dependencia”. Por tanto, el juzgador habrá de valorar “el mayor o menor grado de dependencia del experto con respecto al órgano llamado a decidir”.
Ciertamente, el Alto Tribunal está constreñido por el caso concreto. Sé que deberíamos ahora reflexionar sobre la configuración de la Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes del Patrimonio Histórico Español y sobre la perversión que en la apariencia de imparcialidad provoca la libre designación como mecanismo de provisión de ciertos puestos de trabajo de carácter directivo.
Ahora bien, como mínimo es curioso que la idea de imparcialidad del funcionario público –bendecida constitucionalmente en el art. 103.3 de la Norma Suprema- se vea aquí convertida, más bien, en pura dependencia. Precisamente, para valorar la prueba documental suscrita por un funcionario público sí se tiene en cuenta esa imparcialidad (por ahí va la asentada doctrina respecto a los inspectores administrativos y a su carácter funcionarial). Pero lo que se ve como posición neutral en un lugar se mira luego –ya en sede judicial y para la prueba pericial- como manifestación de dependencia. ¿Puede un sujeto dependiente ser imparcial? Gruesa cuestión.
[Fuente: aquí]
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